--Permitiéndome compartirla con vos.
--¡Ah! --exclamó Fouquet, mirando cara a cara al mosquetero, --¿salís
del dormitorio del rey?
--Sí, monseñor.
--¿Y su majestad querría que durmieseis aquí?
--Monseñor...
--Muy bien, muy bien, señor de D'Artagnan. Aquí sois el dueño.
--Palabra que no quería abusar...
--Déjanos --dijo Fouquet a su ayudante de cámara. Y añadió:
--¿Tenéis que comunicarme algo?
--¡Quién! ¿yo?
--Un hombre como vos, no viene a conversar con un hombre como yo, en hora tan
avanzada, sin causa
grave.
--No me interroguéis, monseñor.
--Al contrario. ¿Qué queréis de mí?
--Nada más que vuestra compañía.
--Pues vámonos al jardín, al parque.
--No, no --repuso con viveza el mosquetero.
--¿Por qué no?
--El fresco de las noche...
--Vaya, decid sin rodeos que venís a arrestarme --dijo Fouquet al capitán.
--¡Yo! no,'monseñor.
--¿Me veláis, pues?
--Para honraros.
--¿Para honrarme?... Esto es ya distinto.
--¡Ah! ¿conque me arrestan en mi casa?
--No digáis eso, monseñor.
--Al contrario, lo publicaré en alta voz.
--En este caso tendría que imponeros el silencio.
--¡Violencias en mi casa! --exclamó Fouquet. --¡Bien, muy
bien, vive Dios!
--Veo que no nos comprendemos. Mirad, allí hay un tablero, juguemos si
os place, monseñor.
--¿Conque he caído en desgracia, señor de D'Artagnan?
--No, monseñor, pero...
--Pero se me prohibe sustraerme a vuestra mirada.
--No comprendo palabra de cuantas decís, monseñor; y si deseáis
que me retire, con decírmelo, estamos
al cabo.
--En verdad, señor D'Artagnan, que vuestras maneras van a trastornarme
el juicio. Me caía de sueño y
me lo habéis quitado como con la mano.
--Lo siento mucho, y si queréis reconciliarme conmigo mismo, dormid ahí,
en mi presencia, y lo cele-
braré en el alma.
--¡Ah! ¿me vigiláis?
--Me voy, pues.
--Si os entiendo, que me emplumen.
--Buenas noches, monseñor, --repuso D'Artagnan, haciendo que se marchaba.
--Vaya, no me acuesto --dijo Fouquet. Y ahora os digo con toda formalidad que,
pues os negáis a tra-
tarme como hombre y os andáis con sutilezas conmigo, voy a acorralaros
como se hace con el jabalí.
--¡Bah! --exclamó D'Artagnan, haciendo que se sonreía.
--Voy a ordenar que enganchen y parto para París --dijo Fouquet, sondeando
con la mirada el corazón
del capitán.
--Este es otro son, monseñor.
--¿Me arrestáis?
--No, monseñor, parto con vos.
--Basta, señor D'Artagnan --dijo Fouquet con frialdad. --No en balde
tenéis fama de hombre ingenioso
y de expedientes; pero conmigo todo eso es superfluo. Al grano: ¿por
qué me arrestáis? ¿qué he hecho?
--Nada sé, monseñor; pero conste que no os arresto... esta noche...
--¡Esta noche! --exclamó Fouquet palideciendo; --pero, ¿y
mañana?
--Todavía no estamos en mañana, monseñor. ¿Quién
es capaz de responder del día siguiente?
--Capitán, permitidme hablar con el señor de Herblay.
--Lo siento, monseñor, pero no puede ser. Tengo orden de no dejaros hablar
con persona alguna.
--¡Con el señor de Herblay, capitán, con vuestro amigo!
--¿Queréis decir, monseñor, que mi amigo el señor
de Herblay sería el único con quien os debería impe-
dir comunicaros?
--Decís bien --dijo Fouquet, tomando una actitud de resignación;
--recibo una lección que no debí pro-
vocarla. El hombre caído no tiene derecho a nada, ni siquiera de parte
de aquellos que le deben lo que son,
tanto más de aquellos a quienes no ha tenido la dicha de prestarles un
servicio.
--¡Monseñor!
--Es verdad, señor de D'Artagnan; respecto de mí, siempre os habéis
mantenido en la situación del hom-
bre destinado a arrestarme. Nunca me habéis pedido cosa alguna.
--Monseñor --repuso el gascón enternecido ante aquel dolor elocuente
y noble --¿queréis hacerme la
merced de empeñarme vuestra palabra de caballero de que no saldréis
de este aposento?
--¿Para qué, si me custodiáis en él? ¿Teméis,
acaso, que desenvaine contra el hombre más valiente de
Francia?
--No, monseñor; es que voy a traeros al señor de Herblay, y, por